Ya nadie zurce. Antes la vida era puro zurcir: calcetines, pantalones, delantales y todo aquello donde aguja, paciencia, hilo y buena vista podían restaurar lo dañado. Zurcir era el trabajo que señalaba la pobreza, era un intento de superarla.  Era, y hay que decirlo, un trabajo femenino. Más bien dicho, de madres y hermanas, de tías y madrinas.

Lo que más se zurcían eran los calcetines. Esos gruesos que se metían en gruesos calamorros. En las puntas o bien en los talones, los hilos se enhebraban para tratar de  volverlo a la normalidad. Era un intento, ya que nunca podía llegar a imitar al original.

Zurcir era además un trabajo en comunidad. Se juntaban las hermanas, cada cual provista de calcetines a ejercer la restauración. A las agujas, al hilo, a las almohadillas, al dedal, había que agregarle una ampolleta. Si, una ampolleta, de preferencia con uno de sus pistilos desconectado, con una mancha negra en su cubierta, y de cualquier voltaje. Da lo mismo. Tenía que estar quemada. El que inventó la ampolleta, jamás imaginó el uso que la mano de obra femenina le iba a dar a tan útil instrumento. Tuvo además otros usos, como llenarla de agua, y a través de ella proyectar películas en casa. Pero ese es otro tema.

Se metía la ampolleta quemada, puede ser una buena, pero en esos tiempos era un lujo, y le daba la forma del pie al calcetín. Entonces aparecía el hoyo, y empezaba la operación. Por supuesto que como escenografía, la radio prendida.  Eran movimientos rápidos, precisos como cirujanos. El hilo cubría el hoyo. Y el calcetín parecía recuperar su dignidad. No siempre, eso sí, había el hilo preciso. De allí que muchos saquetes, lucieran una especie de arco iris sobre la parte intervenida. En muchos casos, había que rezurcir. De allí que el caminar ya no fuera tan grato, ya que eran verdaderos punteros de hilos multicolores.

Fueron las monjas del Buen Pastor, las que revolucionaron este arte en Iquique. Hacían zurcidos invisibles. Un arte superior, ya que como su nombre lo indica, no dejaban rastros. Unían los mismos hilos rotos y recomponían el tejido tal cual era. Pero, era caro. Las familias de Iquique no podían mandar a zurcir las docenas de calcetines, de  hijos e hijas.  De allí que se enviaran solamente pantalones o los llamados paltós. Las manos teológicas de las hermanas obviamente hacían milagros. No era la multiplicación de los panes. Pero algo es algo, y ese algo era mucho. Recuerdo un pantalón confeccionado por Juan Cueto, y que se rompió ingresando a la mala en la Casa del Deportista para ver jugar básquetbol a Fidel Castro, fue a dar donde las hermanas. Regresó intacto, pero los ojos de doña Haydeé no tardaron en hallar el parche. ¿No eran tan invisibles entonces? Creo que allí nació mi incipiente y nunca del todo desarrollado ateísmo.

Ya nadie zurce. La industria de los calcetines se ha masificado. La zona franca,  nos trajo  desde oriente sus productos a un precio que hace imposible ese arte de las abuelas, de las madres y de las hermanas que prolijamente, unían y reparaban lo que el caminar y el tiempo desunían. Una cirugía calcetinera mayor. Un revivir absoluto. Zurcir era aplicar la respiración boca a boca a tan noble como útil artefacto llamado calcetín. Las ampolletas hoy se arrojan, al tacho de la basura. Calcetines y ampolletas, hilos y agujas, dedales y la radio detrás, con la voz de los DJ iquiqueños,  se han quedado como un oficio que ya nadie realiza.

Publicado en La Estrella de Iquique,  el 29 de febrero de 2004.

 

 

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